jueves, 23 de julio de 2015

Los apodos de la igualdad

Grupos de manifestantes, en plena exaltación de la ideología de género.
Hay personas para las que la igualdad no es un valor, no es un objetivo básico para construir pautas de relaciones humanas sino algo fácilmente sacrificable en pos de otra aspiración que consideran superior. Yo no lo creo así, la igualdad --siempre en términos de equidad y no de uniformidad-- para mí es un principio social imprescindible porque significa razón, honestidad, conciencia, ley, paz. Justicia. Creo en la igualdad entre hombres y mujeres, en la igualdad social, en la igualdad entre territorios. Que nadie sea menos que nadie en todos los ámbitos de la vida.
 Quien no cree en la igualdad tiende a denigrarla con una variada gama de eufemismos, a desacreditarla con apodos y rodeos lingüísticos que ocultan el afán de sostener o alcanzar determinados privilegios que, como es lógico, perjudican a la parte que ha de soportar el desnivel. La llaman de otro modo, la disfrazan, porque el término igualdad tiene de por sí tanta entidad que es muy difícil de rebatir abiertamente.
¿Es posible defender en sociedades avanzadas la desigualdad y la desproporción? No de frente, chirría demasiado. Por eso, se suele sustituir el valor de la igualdad por un giro que sugiera otra cosa. Por ejemplo, la jerarquía eclesiástica –maestra en el arte de retorcer los argumentos hasta convertir cualquier pretensión de equilibrio o equidad en un supuesto ataque a su institución-- ha dado en llamar a la igualdad entre hombres y mujeres y a la igualdad de orientación sexual “ideología de género”.
Sin duda, todo un hallazgo. Embozada en esta expresión, la igualdad sí es susceptible de ser refutada, cuestionada, combatida. Incluso señalada como un ardid diabólico para alterar el divino orden natural entre los seres humanos, que no es otro que el orden que salvaguarda los intereses de siglos de preeminencia masculina, de servilismo femenino y, en definitiva, de poseer la llave que parte y reparte en exclusiva preceptos morales, con todos los beneficios que su tenencia reporta en esta zona del planeta.
 Lo mismo ocurre con la igualdad entre los territorios y entre los ciudadanos de España. Se le llama “café para todos”, como si fuera una barrumbada, un dispendio a la pata la llana después de una noche de borrachera, de manera que el contrapunto a la igualdad, la denominada hábilmente “singularidad”, se perciba como un derroche de sentido común, la medida justa.
Corren similar suerte otros conceptos elevados que tampoco es conveniente censurar a cara descubierta, y que tienen mucho que ver con la igualdad, como la bondad --sobre todo si es social y pretende ayudar a los desfavorecidos--, a la que se denigra con el genérico “buenismo”. Sorprende, por demás, que esta sátira despectiva hacia la admirable pretensión de hacer el bien provenga, precisamente, de los que se autoproclaman depositarios naturales de tales principios por su mera condición de católicos. Cuanto más se pretende la asistencia social, la ayuda a inmigrantes, el humanitarismo o el multiculturalismo, más afilados son los cuchillos, más hirientes las ironías, más aceradas las caricaturas de sus defensores, retratados, para mayor escarnio, como perfectos botarates.
Qué decir de la pretensión de respetar a las minorías, de no ofender sensibilidades, de mimar y velar por la convivencia. “Tiranía de lo políticamente correcto”. Una vez despachada así, según parece, se adquiere un pasaporte con derecho al exabrupto sin miramientos, apuntalado con la temible apostilla de “sin complejos”.
Lo de enmascarar con eufemismos aquello que se quiere escamotear viene de antiguo y siempre funciona. Lo han hecho (y lo hacen) a diario los gobiernos, que tiran de complicados enunciados y rimbombantes sobrenombres para desviar la atención, a veces de forma tan descarada que provocan la sonrisa. Pero cuando el apodo es a la igualdad y el objetivo es combatirla, la cuestión se torna grave. Porque la igualdad significa razón, honestidad, conciencia, ley, paz. Justicia.

sábado, 18 de julio de 2015

Gilda y la transparencia


Cuando en 1947 se estrena en España Gilda, la película de Charles Vidor protagonizada por la explosiva Rita Hayworth, los moralistas de la época, que eran legión, se embarcaron en una ruidosa cruzada contra la escandalosa cinta, atribuyéndole una antología de efectos perversos en el orden moral recién recuperado tras la Guerra Civil. La censura cinematográfica había cumplido una década, pues reinaba en la zona nacional desde el primer año triunfal, 1937, con toda su maquinaria castradora y la encomienda crucial de tutelar de manera implacable el pensamiento --e incluso la intimidad-- de los españoles.
La campaña fue formidable y tales diatribas, espoleadas de manera enardecida desde púlpitos y sacristías, contribuyeron a cimentar la aureola erótica de la película. Se empezó a exagerar respecto a la acción real de la censura, cuya ridículas hazañas eran merecedoras de cuantas leyendas se le quisieran adjudicar, y a fantasear con la idea de que en la escena en que Rita Hayworth se despoja lentamente de un guante, en realidad inicia un striptease que acaba con un desnudo integral. En la versión original, como se sabe --ahora, porque entonces todo estaba sepultado bajo siete llaves y un estricto control--, Gilda nunca llega a quitarse la ropa (el Hollywood de aquella época jamás lo habría permitido), pero algunos ventajistas aprovecharon el bulo y se dedicaron a vender fotos de desnudos femeninos a los que habían superpuesto la cabeza de la Hayworth.
Asombrosamente, el negocio clandestino de estos pícaros oportunistas funcionó, y decenas de pardillos compraron las rudimentarias baratijas. Sin duda, en el caldo de cultivo de la severa represión sexual de aquella España triste y pobretona, el deseo de que la engañifa fuera cierta fue mucho más fuerte que el sentido común y la elemental extrañeza ante el prodigio de una sola cara con tal panoplia de cuerpos en cueros.
Es lo que sucede cuando la información escasea, cuando se tapa lo que ocurre con un velo negro y una tupida red de impedimentos: que la imaginación alcanza la categoría de fábula y la especulación crece libre y generosamente igual que los gérmenes en la suciedad. Y como en el caso de los vendedores avispados del falso desnudo de Gilda siempre hay alguien que le sabe sacar partido.
La opacidad da pie a la murmuración, a la diatriba, a la malevolencia, a las medias verdades, que como se sabe son las peores mentiras. La opacidad genera automáticamente sospecha, suspicacia. La opacidad produce monstruos.
El mejor antídoto a este tipo de manejos es la transparencia. Se ha escrito mucho sobre que la transparencia administrativa es imprescindible para construir una sociedad plenamente sana, que confíe en el funcionamiento de sus instituciones, en la política y en los políticos. Pocos ponen ya en cuestión que es necesaria para evitar el abuso de poder e impulsar gobiernos eficaces y sociedades comprometidas. Que se trata de una exigencia ciudadana que cada vez va siendo más difícil esquivar en los sistemas democráticos.
Pero la perspectiva que nos ofrece el caso de las estampitas de la Gilda suplantada es también importante. La transparencia no es solo una obligación ineludible de los gobernantes, constituye al mismo tiempo una garantía frente a la patraña, un escudo frente al libelo. Especialmente en estos momentos, en los que la crisis económica tiene al ciudadano sumido en la desazón y, en consecuencia, le convierte en presa fácil de manipulaciones interesadas de grupos de poder. Más de un fiasco se ha producido en los últimos tiempos cuando la contundencia de los datos ha deshecho de golpe la tramoya de falsedades que se había levantado y alimentado en páginas y páginas a partir de una información sesgada e incompleta.
En definitiva, la transparencia no es únicamente un derecho irrenunciable que no admite pasos atrás, es a su vez una especie de protección de los gobernantes honestos. Lo contrario deja un enorme campo abierto a los especuladores para conducir a la ciudadanía a su terreno.   

viernes, 20 de febrero de 2015

Palabras sobre Concha Caballero

Esta es mi intervención en el homenaje a Concha Caballero de la Fundación Alfonso Perales del jueves 19 de febrero de 2015, en Sevilla.
Concha y yo, durante la presentación de su libro, Ciudad de las Palabras, en 2009. La foto es de Laura Pérez.

Hacer una semblanza de Concha Caballero es tarea muy difícil, porque su legado y ella misma son muy amplios, y los diez minutos de los que dispongo son muy cortos. Pero lo voy a intentar desde mi relación con ella.

Empecé a tratar a Concha a finales de los ochenta y principios de los noventa, cuando era la portavoz de Izquierda Unida en el Consejo de Administración de la incipiente RTVA, y se había convertido en el mosquito zumbón del director general de entonces. La había visto antes otra veces, acompañando a Julio Anguita o a Felipe Alcaraz, siempre sonriente y solícita, pero muy alejada de la primera línea de dirigentes que suele estar pegada a la prensa.

Fue en el consejo donde se hizo notar, donde comenzó a destacar, a florecer como política. Tras un largo camino de activismo, que pasa por la participación en la creación de la Junta Democrática, el movimiento feminista y su militancia desde 1975 en el PCE, es en esta etapa cuando Concha deja de salir a escena como secundaria. Su rostro comienza a ser de los más conocidos de Izquierda Unida y, sin duda, el más risueño.

Seguramente tiene mucho que ver el cambio de registro casi completo que experimenta en ese momento: no solo muda de tarea y de perfil, también de pareja, porque en el consejo se enamora de Antonio Girón, su imprescindible compañero, e interpone un abismo con el cliché de persona atormentada y sin vida privada que a veces acompaña a los personajes públicos.

Yo iniciaba mi etapa en El País y ya nunca la perdí de vista: en el periódico me encargaron seguir a Izquierda Unida y siempre la tuve cerca. A Concha le gustó el sentido del humor que llevo como santo y seña y la facilidad para la caricatura. Quería que escribiéramos algo juntas, en tono de comedia, después de escuchar los motes con los que yo había bautizado a medio Consejo Andaluz y el relato histriónico y plagado de chistes que utilizaba para rebajar el tedio de esas interminables sesiones. A mí de ella me interesó todo.

Concha y yo fuimos fraguando una de esas amistades entre político y periodista en las que la distancia profesional que se les exige a ambos acaba por ser una tortura. En su última fase como dirigente de IU, hablábamos ya más de nuestras cosas que de lo que concernía a la organización, pero aun así estaba deseando que rompiera con la vida partidaria.

En primer lugar, porque se me hacía muy difícil mantenerme impasible ante la especie de mobing que le había declarado el aparato –es la única de su hornada que ni fue coordinadora ni candidata a la Junta--, y aunque la tiranía periodística se imponía en lo publicado (o eso pensaba yo), el desdén o el vilipendio hacia Concha no me eran indiferentes.

En segundo lugar, porque estaba harta de verla chocar contra el muro del sectarismo cerril, y quería que echara a volar con todo su esplendor, libre de las ataduras de la disciplina de partido, de los compromisos con las asambleas, y de los equilibrios imposibles. Quería que todos la vieran a ella, que les llegara su fina inteligencia poética, su buen escribir y mejor pensar. Sin atenuantes, sin suspicacias, sin luz de gas.

Finalmente la cansaron y abandonó Izquierda Unida. Y creo que jamás lo lamentó ni incubó el más mínimo resquicio de amargura por su carrera interrumpida, no iba con su carácter, porque otra de las virtudes de Concha era ver solo el lado bueno de las cosas. De hecho, ayer Marta Rus, su jefa de prensa del grupo parlamentario y una de sus mejores amigas, me recordó que solía decir que jamás atacaría a IU por respeto a quienes habían colgado carteles con su cara.

Concha se había dedicado a la política desde edad temprana porque la sentía y nunca dejó de sentirla. Estaba comprometida con la justicia social, con la educación y con la cultura. Intentaba hacer de la política algo diferente y tenía la creencia de que su papel era servir de altavoz de los que ni siquiera tienen voz. Y eso lo hizo dentro y fuera de Izquierda Unida. Desde la tribuna parlamentaria, las columnas de El País, las cámaras de Canal Sur y los micrófonos de la Ser. Brillantemente, con entusiasmo y sin arrogancia.

Quizás uno de los periodos que más le gustó de su carrera política, al menos de los que yo le conocí, fue el de ponente en la reforma del Estatuto de Autonomía de Andalucía. Con solo seis diputados de 109, consiguió teñir el texto de igualdad social y de género y, sobre todo, estampar su sello. Era una convencida de la idea de Andalucía, de la identidad como pueblo de Andalucía y de la viabilidad de un proyecto propio.

Tras su muerte he leído en algunos escritos dedicados a su figura que la política activa es un territorio voraz y que al salir de este mundo áspero y a ratos caníbal, Concha se serenó y terminó por evolucionar a posiciones más flexibles. No estoy de acuerdo. Concha no se moderó ni se relajó en su compromiso con la izquierda, al que fue fiel hasta el final, sin dimitir de sus ideas, lo que pasó es que los que antes la percibían como adversaria empezaron a verla de otra manera. Muchas veces no cambian las personas o las cosas, lo que cambia es la mirada hacia ellas.

Y eso, a mi juicio, es lo que ocurrió con Concha. Es cierto que hubo de pasar un tiempo para que no se la viera como una miembro de IU en la reserva, o la protagonista de una imaginaria operación de transfuguismo al acecho de un cargo público. Pero la valía de Concha se impuso y se la empezó a oír sin prejuicios ni recelos. La redescubrieron. Pienso que como articulista llegó a muchísima gente y el cariño de sus lectores le fue muy gratificante.

Concha volvió a las clases de literatura del instituto, primero en el Cavaleri de Mairena del Aljarafe, y después en el de Coria del Río. Siempre las había añorado. Estaba entregada y adoraba a sus alumnos, de los que hablaba con frecuencia en sus artículos porque, decía, le ayudaban a conectar con el pulso de la calle, con la verdad de la gente. En los meses recientes, cuando el dolor de espalda la tenía varada y le costaba mucho cumplir con sus obligaciones, lo que más le preocupaba era dejarles colgados.

Su faceta de articulista y escritora sorprendió a muchos. Pero los más allegados sabíamos de sus tanteos literarios y de la autoría de una colección de relatos, de la que yo leí unos cuantos. Quería escribir una novela, había avanzado ya bocetos y esquemas, y este verano nos había nombrado a unos pocos guardianes de sus escritos. Trabajaba mejor bajo presión y nos pidió que la obligásemos a ser disciplinada. Nunca llegó a mandarnos el calendario que había preparado para las entregas de las páginas.

No obstante, fue capaz de componer en 2009 un libro ambicioso, difícil, y que, sin embargo, bajo el tamiz de su escritura discurre con asombrosa sencillez: Sevilla Ciudad de las palabras. Esta obra tiene la virtud de hacer parecer fácil y manejable algo que no lo es en absoluto: como transitar sobre la historia de la literatura y de Sevilla a través de textos escogidos, de escenas, e hilarlas con una acompasada fluidez. Cuando se cierra la última página, un libro así parece obvio, pero no se había hecho, y solo es imaginable en alguien perdidamente enamorada de la literatura y de la ciudad.

Hiperactiva y dispersa, despistada hasta la comicidad, Concha probaba e intentaba casi todo. Guitarra, clases de inglés, piano, natación, costura. Algunas se le dieron bien: se cortaba el pelo y se peinaba ella sola; y otras no tanto. Le encantaba la novela y el cine americano (últimamente le fascinaban las series) y era una apasionada de París, que visitó varias veces, y de Nueva York. Le gustaba la vida y había pocas cosas que desdeñara sin conocerlas.

Y una buena parte de su vida, no quiero dejar de decirlo, era Antonio, que la cuidó y la protegió siempre, a veces en la retaguardia, y que, sobre todo –Concha lo decía con frecuencia--, la hizo muy feliz. Y también su familia: tenía presente a sus padres en su cabeza y su corazón, y a sus hermanos: Queca, Rosa, Marina y Gabri. Le encantaba estar con ellos y volver a esa infancia feliz en la casa grande de Baena. Y con sus sobrinos, que la mantenían al día de las últimas tendencias.

Decía Simone de Beauvoir que no hay muerte natural. Todos los seres humanos somos mortales, pero para todos los seres humanos la muerte es un accidente, porque aunque la conozcamos y la aceptemos, es una violencia indebida.

No creo que sea por la costumbre tan española de canonizar al instante a los que ya se han ido, pero lo cierto es que no le encuentro reparo alguno a Concha Caballero. Guapa, inteligente, tierna, brillante, generosa, curiosa, fuerte, adorable, atenta, cariñosa, sólida, con una personalidad arrolladora. Tengan por seguro que no me ciega el amor de amiga si digo que su pérdida es una de las más irreparables que ha experimentado Andalucía en los últimos años. La echo tanto de menos que aún no sé cómo voy a poder sobrellevarlo.

sábado, 12 de enero de 2013

La mala reputación de Andalucía


Cartel de Iberia que mata dos pájaros de un tiro.
Andalucía tendría mejor cartel si el PP hubiera ganado alguna vez. Los populares proclaman ahora que la comunidad es la avanzadilla de la privatización de la sanidad en España. No es verdad. Mejor dicho (y sin correcciones políticas): se trata de una mentira. Una vez más el método es la técnica garantizada del enredo de cifras y porcentajes, porque es de todos conocido que son muy sensibles al manejo interesado. Según los indicadores que se escojan, aún siendo de la misma procedencia, es posible argumentar con un alto poder de persuasión una cosa y la contraria. Sea cual sea el procedimiento, lo relevante es la tendencia y, sobre todo, el resultado: la imagen distorsionada de Andalucía en el exterior. Quizás no prospere la original idea de que tras estos 30 años de gobiernos socialistas se enmascaraba la vanguardia del tea party español, pero es una muestra de la oposición que hace el PP al Gobierno de Griñán, y antes al de Chaves: desfigurar la realidad andaluza para atacar a su adversario.

   Esto, sostenido en el tiempo, en los citados 30 años que tanto mentaron los conservadores en la pasada campaña electoral, ha hecho mella. Porque en boca de líderes foráneos que hablan de oídas, y con la urgencia de salir de un entuerto, deviene en la rica antología de vituperios que padecemos los andaluces, como que nuestros niños son prácticamente analfabetos, que en la escuela se arrastran por los suelos, que tenemos un acento de chiste o que somos capaces de convertirnos en gallinas con tal de que nos ceben con subvenciones. No sé si hay otra forma de hacer oposición, igual no, pero lo cierto es que el inventario negativo del PP andaluz para erosionar a los ejecutivos de la Junta sirve de combustible a incendiarias soflamas, no únicamente por parte de dirigentes populares, también de tipos como Duran Lleida, a quien gusta lanzar desdeñosos comentarios desde su silla regia del Palace.  

   El prejuicio hacia Andalucía del resto del país ni es nuevo ni patrimonio del PP. Hay que ser justos. Viene de muy antiguo, lo mismo que la apropiación indebida de su identidad, adulterada en ese sucedáneo idiota y kitsch que es mayormente la estampa de España en el extranjero. Curiosamente, los topicazos se trasponen, de modo que la fotografía folclórica de los andaluces es la misma que trasciende de la piel de toro fuera de nuestras fronteras. Este verano muchos que practican la degradación antropológica del indolente sur han bebido grandes dosis de su propia medicina. Explotaron las astracanadas de Sánchez Gordillo y sus tradicionales ocupaciones estivales hasta que se le fue de las manos –es lo que tiene la era global— y Gordillo resultó erigido Robin Hood oficial en la prensa internacional. Entonces sí, eso son palabras mayores, entonces los aspavientos y artículos de repulsa fueron catarata. Ahí se había tocado el orgullo patrio.

   Es llamativo el empecinamiento de dejar a Andalucía eternamente detenida en el tiempo, y no creo que sea por un arrebatado impulso romántico. Me contaba el corresponsal de un diario catalán que no había manera de que le compraran un avance científico o tecnológico, y si colaba uno es porque algún preboste del ramo descubría que se había conseguido primero en Barcelona. Sin ir muy lejos, en el periódico donde he trabajado hasta el 13 de noviembre pasado costaba Dios y ayuda vender noticias de modernidad para las páginas nacionales. Les parecía (les parece) más de suyo una epidemia aparatosa, un buen crimen con tintes tremendistas a lo Pascual Duarte, o una movilización obrera reclamando pan, si podía ser con estética de jornaleros irredentos, que se ajusta mejor al esterotipo.

   De vuelta al PP y su expeditiva estrategia de dilapidar el crédito de Andalucía para hacer saltar su Gobierno, es preciso recordar que ha tenido mucho que ver en la magnificación del PER y la leyenda de los subsidios. Desesperados ante la inquebrantable mayoría de los socialistas, elección tras elección, en la década de los noventa los populares andaluces dieron con una excusa para justificar ante la dirección nacional la fidelidad al PSOE en las zonas rurales: la teoría del voto cautivo. Consistía en atribuir el predominio de sus rivales a las presuntas prebendas recibidas de la Junta y el pago a discreción de subvenciones, con el mitológico PER a la cabeza. Hizo fortuna y todavía perdura de Despeñaperros para arriba, si bien decenas de veces se ha demostrado con datos que no es precisamente Andalucía la que lidera este ranking. Cuando aquí este recurso se puso rancio y, en consecuencia, poco creíble, el PP de Javier Arenas acuñó un nuevo concepto, “el régimen”, en alusión, según sus palabras, a la “ocupación del PSOE de las instituciones andaluzas”. 

   Es delicado jugar con estas cosas porque casi siempre se vuelven en contra, y después cuesta sudores deshacer una imagen tan asentada. El mismo Arenas, en la recta final de su campaña, seguro en ese momento de que ganaría, intentó volver por pasiva lo dicho, con la habilidad marca de la casa. Reivindicó el PER –reclamó su maternidad para la UCD, a la que él perteneció-  y se quejó con desgarro de la mala imagen que daba el caso de los ERE, que personalmente había ordenado difundir aderezado con los condimentos de juerga y cocaína, y sobre el que giraba el grueso de su mensaje electoral. Parecía que la formación conservadora iba a levantar por fin el pie, pero la comunidad se mantuvo como territorio comanche.

   Probablemente el PP de Juan Ignacio Zoido esté atrapado en la servidumbre de la defensa al Gobierno central de su partido y no disponga de sobrados recursos. Pero debería tratar de afinar más y apuntar solo al PSOE en lugar de barrer a cañonazos la reputación de Andalucía. Los afectados somos todos y nunca se sabe.

domingo, 23 de diciembre de 2012

De la abominación del feminismo


Niñas "diferenciadas" (que no segregadas por su sexo) en los años 20, como diría ahora el ministro Wert.
Uno de los rasgos distintivos de la regresión que padecemos es la abominación rampante del feminismo. Ya antes de desplomarse la economía, un movimiento neomachista trabajaba denodadamente para asentar la idea de que las feministas son una panda de fanáticas con predisposición al disparate, que andan sacando todo de quicio y empujando al varón a la marginación más absoluta, a lugares residuales de la sociedad, cuando no al irremediable suicidio, como sostenía tan ricamente –no sé si aún lo hace-- algún juez que iba de arrojado héroe de la causa. Aunque ahora casi no hace falta abanderar nada, cualquier concepto o queja con tintes feministas han sido succionados por la prioridad de la crisis. Hasta los clérigos, tan prácticos siempre,  han conseguido sin apenas resistencia que se recule en la escuela 30 años, con el soporte de la cruzada a la estrafalaria doctrina de la “ideología de género”, que consiste en combatir con remilgados eufemismos todo lo que huela a igualdad. Porque les viene mal para sus tingladillos, fundamentalmente.

   El papel envolvente del retroceso es un engañoso sentido común. El primer paso es desvirtuar el término feminismo --al que arteramente se le añade el adjetivo “radical” para dar sensación de desmesura-- y presentarlo como un antónimo de machismo. El siguiente paso es el resultado lógico del silogismo: ponerse en plan ecuánime e invocar la supuesta sensatez de una equidistancia imposible. El machismo --en sus muchos grados, desde el más tosco desprecio a las mujeres hasta sutiles vericuetos donde se disfraza, a la postre, una posición de ventaja masculina--  básicamente predica la inferioridad de la mujer, a la que se le niegan derechos civiles y humanos, en los casos más sangrantes (véase la legislación de multitud de países y la propia de España de anteayer), o se le adjudica un papel secundario, de comparsa, de complemento, subsidiario. Menor al fin.

  El feminismo defiende la igualdad plena de ambos sexos en todos los ámbitos, gozada con perfecta naturalidad. Es decir, el feminismo es precisamente el punto neutro, intermedio. El extremo del machismo sería un movimiento hembrista que perseguiría el dominio de la mujer y la sumisión del varón. Por eso es imposible la equidistancia entre machismo y feminismo, una posición intermedia sería siempre un machismo más o menos atenuado, ya que el feminismo (que busca la igualdad) es el centro. Todo esto es una obviedad, elemental, debería estar superado, pero no lo está. Por chocante que parezca, hay que explicarlo, y últimamente mucho. La campaña desplegada por el también llamado postmachismo ha sido superefectiva y, sorprendentemente, hemos tenido que retornar al principio. De tarea: definir feminismo.

  Hay otras maneras de desandar y hacer trizas conquistas que han costado tanto esfuerzo, vidas incluso, porque en los derechos de la mujer, como en la mayoría de los avances sociales, nada se ha regalado. Caricaturizar al feminismo, ridiculizarlo, ha sido siempre una táctica muy eficaz para zafarse de molestos reproches y campar a las anchas por cómodas segregaciones sin que nadie se atreva a ponerlo en cuestión. De este modo, se puede navegar tranquilamente por aguas donde los varones son los predilectos, donde la normalidad es la condescendencia con las posturas misóginas, donde se toleran comentarios hirientes y las protestas se despejan como una salida de tono de maníacas aguafiestas sin la menor cintura.

  Para sacudirse la fastidiosa observancia de la justicia de género se usa igualmente la trampa de asociar el feminismo con mujeres redichas y obsesivas, paranoicas, antipáticas y amargadas, que rechazan a los hombres porque no logran atraer su atención. Convertir en patología la demanda del adversario es un recurso muy socorrido. Lo descorazonador es que entre algunas mujeres funciona: unas se confunden, se desorientan ante tantos referentes negativos; otras se dejan intimidar y reniegan del feminismo para gustar, para conectar y no ser rechazadas, para conseguir la aprobación de los hombres. "Yo no soy feminista de esas", aseveran, en tono digno y solemne. ¿De esas? ¿De las que salían a la calle y eran denigradas (en ocasiones, encarceladas) para que ahora las mujeres les miremos con desdén como si fueran un atavismo? ¿Y qué se debe ser? ¿Medio machista?  ¿Medio feminista? ¿Cómo puede decir una mujer en sus cabales que no es feminista?

   La olvidada María Lejárraga escribió a principios del siglo pasado --aunque el apunte lo firmó su marido, Gregorio Martínez Sierra (las literatas eran esquinadas y algunas se veían obligadas a hacer de ventrílocuas para que se les oyera)--, que las mujeres deben ser feministas como los militares son militaristas o los reyes son monárquicos. Si no lo son, van contra sí mismas. De tarea: definir feminismo.

martes, 18 de diciembre de 2012

El pacto que viene y va

Griñán y Zoido, precisamente en una ronda de diálogo ya olvidada el pasado julio.

Los periodistas solemos tener poca memoria. No por una maldición bíblica, sino porque recibimos, resumimos e interpretamos diariamente tal cantidad de datos que necesitaríamos mil megas en el cerebro para almacenarlos. Los políticos lo saben, y se aprovechan. De modo que repiten tan frescos consignas y estrategias periódicamente, con escaso temor de que algunos de nosotros disponga de un hueco (yo ahora tengo uno bien gordo), se nos ilumine la bombilla y les saquemos los colores. Aunque con Internet y Google están más desnudos: un par de teclazos, y zas, el plagio (o autoplagio) al descubierto.

   La introducción viene al caso porque, una vez más, asistimos en Andalucía a la oferta cruzada de pactos entre los partidos mayoritarios para dar la sensación de hiperactividad, después de que la encuesta del IESA reflejara que los ciudadanos perciben a los políticos como seres incapaces de resolver sus problemas. José Antonio Griñán propuso un acuerdo en julio, y ahora Juan Ignacio Zoido le responde con otro, acuciado, además, por la necesidad de hacer ver que la oposición, pese a las apariencias, no se ha licuado. Si prospera, en breve tendremos una secuencia de reuniones de ida y vuelta que enredan sobradamente a los medios y rellenan espacio, pero que son casi tan fútiles como aburridas.

   Sin remontarse muy atrás (material, hay), recuérdese el ruido que generó hace dos años el alumbramiento del llamado “pacto anticrisis” de Griñán y Arenas –con Valderas, sindicatos y patronal como actores secundarios--, un trabajoso parto cuya criatura (que pesaba 53 medidas) pasó enseguida a la inclusa del olvido. El Ejecutivo andaluz objeta que ha activado varias políticas, aunque, en cualquier caso, para hacerlo no había necesidad de consenso generalizado y aún menos de tamaña difusión. Encima, el intento venía precedido con mucha inmediatez de una ronda de conversaciones que había corrido similar suerte, con 62 puntos iniciales que menguaron a una veintena.

   Repasemos el itinerario: envío de iniciativas, elección de los negociadores, constitución de la mesa de trabajo y el mencionado rosario de los encuentros que van y vienen --y vienen y van--, animado con el intercambio de decálogos, que si se enuncian con donosura dan algo de color. Eso, sin contar con los prolegómenos de frases desafiantes a ver quién dialoga más, es más sacrificado, más desprendido, y consigue mostrar mayor indiferencia ante los mundanales focos de las cámaras, como si la insaciabilidad hagiográfica de los políticos fuera una maledicente leyenda urbana.

   Esto del pacto en beneficio de la sociedad (y sin intenciones partidarias o electorales de ninguna clase) es un ardid muy socorrido para cambiar el paso --pero no el único: Manuel Chaves convocaba comités de expertos cuando se le enquistaba un problema--. El ciudadano acaba por desengancharse, hastiado del soporífero bla-bla-bla. Sin embargo, la inundación de carencias que ha provocado la crisis económica ha alcanzado un nivel tal (cubre a una buena parte de la población), que en esta ocasión el motivo de la desconexión puede que no sea precisamente el tedio, sino el desaliento, la indignación y hasta la rabia de ver un nuevo espectáculo del manejo sublime que a veces exhiben los políticos en el arte del mareo de la perdiz. Al presidente de la Junta le corresponde sugerir acuerdos, lo mismo que al jefe de la oposición; pero hay que tener cuidado con los artificios de tacticismo y el abuso de las jugadas cortas (también de miras). Si negocian, que sea verdad. Está muy documentado que el ajetreo de reuniones que van y vienen –y vienen y van-- termina siendo un paná de enorme bombo, y no es el momento de jugar a los pactos de nunca acabar. Digo yo.   

sábado, 15 de diciembre de 2012

La crisis doblemente armada del PP andaluz

Juan Ignacio Zoido, el sábado en el congreso del PP de San Fernando, junto con Antonio Sanz y Teófila Martínez.
Al PP andaluz le pasa como a España, no le atenaza una demoledora crisis, sino un par de ellas. Si el país retrocede a paso ligero hacia el principio de los tiempos asolado por el desplome financiero global y el pinchazo inmobiliario, sobre la formación de Mariano Rajoy han caído dos plagas en Andalucía conjuradas de forma diabólica: el impacto del desmantelamiento del Estado social que auspicia, encima, la supuesta cuota andaluza del Gobierno (Báñez y Montoro), y la voladura de la estructura de partido por el relevo de Javier Arenas, quien ha sido esencia y alma de la organización durante 20 años.

   La consecuencia es el descenso de 10 puntos en intención de voto de las elecciones hasta ahora (nueve meses). El porrazo no es ninguna sorpresa. La encuesta del IESA ha puesto cifra demoscópica a una realidad a la vista de todos desde hace tiempo, aunque se ha reflejado poco por las condiciones paupérrimas del mundo periodístico: ni redactores, ni medios.

   Esta crisis doblemente armada es quizás la más grave en muchos años del PP en Andalucía, un territorio históricamente hostil que se le fue de las manos el 25 de marzo contra pronóstico, precisamente cuando se había conseguido reunir un cúmulo de conjunciones inmejorables. De ahí la sensación de fiasco que se padece intramuros. Como ocurre en la astronomía, pasarán lustros para que circunstancias tan favorables vuelvan a coincidir en el espacio y en el tiempo.

   Todavía instalados en este voraz comezón que destruye la moral igual que la carcoma --por mucho código de normas entusiastas con que se revista los continuos intentos de remontada--, el PP de Juan Ignacio Zoido está completamente atrapado. Al alcalde de Sevilla no le quedó otra que aceptar las riendas de su partido en  el peor lance que se recuerda para consumar el rápido carpetazo ordenado por Dolores de Cospedal (secretaria general del PP nacional) a la etapa de Arenas, a quien teme de manera casi enfermiza porque conoce de primera mano su habilidad para ocupar huecos, reinventarse y escalar. Pero Zoido ni quería ni quiere comulgar con el inmenso marrón de hacer de réplica al único Gobierno de izquierda del mapa autonómico --por mucho caso de los ERE que le haga sombra-- a la par que Rajoy y sus ministros bajan pensiones, acaban con la sanidad y la educación públicas, le ponen precio a la justicia y repostan con nuevos decretos la máquina de expedir parados que es la reforma laboral. Por citar algunos contratiempos.

   Ha ido a Génova a comunicar que se quiere marchar ya, que su compromiso era transitorio, que la condición de hombre orquesta le está pasando factura en lo que realmente le importa, Sevilla, plaza, además, que sería obligatorio revalidar en 2015 si pretenden que aspire a la candidatura de la Junta en 2016. Pero le han dicho que tenga paciencia, que le van a ayudar, que aguante. Porque como confesó hace algo más de un mes un dirigente de su equipo, la opción de abrir tan pronto el proceso de sucesión les colocaría a todos directamente en su casa.

   Y ahí está Zoido, diciendo en las reuniones internas que se busquen a otro, que no tiene ambiciones, y poniendo cara de póquer cuando le preguntan públicamente por sus planes, por si Sevilla o Andalucía, o por Javier Arenas, quien se resiste a dejar el papel de jarrón chino (valioso pero un enorme engorro) y con el que ha roto relaciones más allá de la cortesía. Ahí está, toreando a trompicones con Griñán y su equipo de asesores, que le preparan un abanico de respuestas para cualquier descosido que le plantea en los duelos parlamentarios. Más que viajando, dando saltos los fines de semana a un extremo de Andalucía, apenas conocido (27,4%, según el IESA), y con la antipatía de su electorado oriental por ser alcalde de Sevilla. Ahí está con su ejército descuadernado, mientras, para colmo, los pretendientes al trono de las candidatura de 2016 vuelven a moverse para no quedarse atrás en la futura carrera. Un lío tremendo que ya se traduce en la expectativa de voto.